Álvaro Catalán de Ocón: “Las escuelas no están educando bien a los diseñadores”
El nuevo Premio Nacional de Diseño valora la actualidad de la disciplina poniendo el acento en la necesidad de revalorizar la creación final desde la singularidad que ofrece la voz local.
El Premio Nacional de Diseño de este año ha recaído en manos de Álvaro Catalán de Ocón. Buscando crear una narrativa que responda y dialogue con la creación final del producto, este diseñador nacido en Madrid define su trabajo como sencillo y comprometido con el medioambiente. Tras formarse en Milán y Londres, Catalán de Ocón se consolidó en su estudio de Carabanchel, desde donde concibió el que es, quizás, su proyecto más celebrado: PET Lamp. Mediante la reutilización de botellas de plástico, Catalán de Ocón creó lámparas en las que la tradición singular de cada territorio jugaba un papel esencial en la puesta en valor de una artesanía que se alejaba de los convencionalismos industriales. Diseño comprometido pero, sobre todo, respetuoso con las raíces que explican cada testimonio latente de expresividad.
Pregunta: Sus comienzos no le vinculaban con el diseño…
Respuesta: Yo empecé administración y dirección de empresas en Madrid, pero ya en mitad de la carrera me di cuenta de que ese no era mi camino. La terminé porque ya la había empezado y porque no quería desaprovechar los años de estudio, pero ya sabía que estudiaría otra cosa que me gustara de verdad, el diseño. Fue entonces cuando me fui a Milán, cuna de la disciplina durante los últimos cincuenta años. Pero una vez allí, me llamó la atención el momento que se estaba viviendo en Londres, a través de un minimalismo con el que me sentía muy identificado. Me fui para allá y estudié tres años en el Central Saint Martins College of Art and Design, que es donde me gradué.
P.: ¿Cuándo decides volver?
R.: Tuve la suerte de que los dos proyectos de final de carrera entraron en producción, y eso me hizo dar el salto directo al no tener que trabajar en ningún estudio, sino que puede crear mi propio espacio. Llegué a Barcelona en 2004, justo antes de la crisis, en un momento en el que el mercado estaba completamente inflado, con un exceso de productos y de marcas. Era muy difícil aportar algo nuevo al sistema, y fue entonces cuando empecé a orientarme hacia la autoproducción. Barcelona tenía un tejido industrial muy activo, de pequeña y media escala, pero llegó la crisis y la desindustrialización de Europa, que hizo que gran parte del foco se moviera hacia China. Fue un momento muy difícil para que un joven propusiese nuevos productos; era más arriesgado. Sin embargo, lo bueno que tiene la autoproducción es que cada decisión la sufres tú mismo, y esto te obliga a pensar mucho en lo que haces.
P.: ¿Cómo conseguiste avanzar al margen del mercado?
R.: Considero que al principio de toda carrera, lo que uno tiene que hacer es presentar productos conceptuales y radicales; es decir, que se salten completamente la norma y vayan más allá del producto perfectamente pensado para que salga al mercado. La obra tiene que ser un reclamo, una tarjeta de presentación del diseñador que consiga llamar la atención de la prensa, de los comisarios de exposiciones o del estudioso del diseño. Yo decidí trabajar en este tipo de producto y presentarlo en el Salone Satellite de Milán, el lugar de encuentro del diseño joven. Me presenté en 2007 y 2010, y fui capaz de vencer en la segunda edición. A raíz de este premio, tuve el campo arado para proponer nuevos proyectos, y que esa semilla brotase y no quedase en un campo desierto.
P.: ¿Las escuelas de diseño favorecen esta transición al mundo laboral?
R.: Las escuelas no están educando bien a los diseñadores. Al que sale de la escuela todavía le queda mucho por aprender. En inevitable. Yo salí de la carrera con 27 años, y tenía cierta experiencia. Pero si sales con 21 años, lo mejor que puedes hacer es agachar la cabeza y trabajar con humildad para un diseñador con más experiencia. Sólo desde allí podrás seguir aprendiendo. Hay que saber esperar para salir al mercado. Cuando asomas la cabeza por primera vez, es más difícil meterla para abajo y sacarla más adelante: nunca tienes una segunda oportunidad para dar una primera impresión. Hoy en día, echo en falta la profesionalidad del diseñador que conoce la técnica y los entresijos de su labor. Yo he aprendido solo, a través de trabajar como autoproductor. Hay mucha más educación sobre el rockstar que sobre el diseñador técnico, profesional, aquel que sabe resolver problemas. De hecho, una de las mayores dificultades del diseñador es materializar una idea, y eso es lo que está faltando en la escuela: se tienen ideas, pero nadie sabe llevarlas a cabo.
P.: ¿Cómo conseguir el equilibro entre tradición y vanguardia?
R.: Es cierto que el diseño se basa, en gran medida, en el uso de nuevos materiales y nuevas tecnologías. La Inteligencia Artificial es una herramienta más que habrá que saber utilizar. El problema que yo encuentro es que, al pasar de una imagen 3D de una pantalla a la realidad, muchas veces el producto final no se corresponde con aquello que tienes en la cabeza. Estamos en un proceso que va tan rápido que no da tiempo de ir comprobando y afinando. Con la metodología de la artesanía sucede lo contrario: es un proceso muy lento en el que vas avanzando día a día, y es en ese avanzar que vas viendo qué camino escoger. Con las nuevas tecnologías pasas mucho tiempo ante una pantalla, aprietas un botón y, de repente, te sale un objeto. Pero no hay vuelta atrás.
P.: ¿Cómo puede trascender el diseño la imagen asociada a lo bello?
R.: El diseño es una profesión joven que arranca ofreciendo productos estéticos fabricados de manera industrial, con un principio eminentemente ornamental. Luego empieza a surgir la necesidad de mejora, y el producto industrial debe dedicarse a mejorar la producción manual. Después llega la ergonomía y el uso correcto de materiales y recursos de producción. Con todo ello, el producto que cumple con todas esas particularidades acaba convirtiéndose en un objeto bello. La belleza se convierte en objetivo y se pierde la subjetividad. Desde siempre se le han ido sumando categorías a este principio sobre lo bello en las que no se puede olvidar todo lo anterior. Ahora estamos en una etapa en la que, además, el producto tiene que ser ecológico: debe tener un buen fin, un buen reciclaje, una segunda vida. Y lo que es más importante, debe tener conciencia social y contar una historia. Es decir, que el objeto no sólo sea un objeto que cumple una función sino que cuente una historia y tenga un sentido interno. Somos una generación que ha vivido el exceso de mercado, en la saturación, y ya no nos dice nada producir una silla más. La silla debe contar una historia para que tenga sentido sacarla al mercado, que no sólo sea mi versión de una silla.
P.: ¿Cómo podemos conseguir que las herramientas para crear un objeto que cuente una historia sean accesibles para todos?
R.: En definitiva, lo más sostenible y ecológico es hacer productos de calidad y de larga duración. La industria ha estado haciendo lo contrario, pero ya se ha dado cuenta de que no puede seguir así. Además, el público está dispuesto a pagar por un producto de calidad, que lo va a tener más tiempo. Le va a coger cariño porque acabará formando parte de su vida. Este valor está llegando a gran parte de la población, gracias a diseñadores que trabajan desde esta perspectiva de diseño que cuenta una historia. El diseño se convierte en protesta, en un objeto manifiesto que no es tanto un producto que resuelve un problema sino una pieza que genera una concienciación en torno a él.