Vivir en una antigua fábrica de chocolate.
Con acceso directo desde la calle, el espacio recupera el suelo de hormigón –cubierto en su mayoría en la conversión sufrida durante los años 90–, los muros de ladrillo –ahora pintados de blanco– y la cubierta de dientes de sierra originales. En perfecto equilibrio entre lo nuevo y lo viejo, la casa se organiza en torno a tres huecos verticales, que no sólo potencian la altura de la antigua fábrica, sino que además permiten el paso de la luz y el aire al interior.
Dando forma al primer vacío, el patio trasero abre directamente a la sala de estar y la cocina. Un falso patio exterior, a medio camino entre dentro y fuera, que los arquitectos han cubierto con una malla metálica galvanizada apoyada sobre las vigas existentes, minimizando así la interrupción de la fachada original.
El segundo vacío actúa como un ‘dispositivo de zonificación’, que separa la zona vividera de las áreas más privadas. Un puente de acero cruza el espacio y comunica los dormitorios con el despacho y biblioteca de la planta alta, con un pavimento perforado que potencia la sensación de ligereza. En la zona superior de la cubierta, unas ventanas de lamas generan ventilación cruzada, permitiendo salir al aire caliente durante los meses de verano.
Situado en la biblioteca, el tercer hueco permite que la luz meridional invada el espacio de lectura y la entreplanta situada sobre él, resaltando además los pilares y vigas originales de madera.
En todo momento los arquitectos han querido diferenciar la nueva intervención de las preexistencias, a través de una estructura y carpintería de hierro que contrasta con la madera de la fábrica original. Los colores suaves y tonos claros empleados potencian la luminosidad, con tablones de madera manchados de blanco envolviendo el techo y algunas de las paredes, y dando lugar así a un revestimiento fluido que refleja la luz y contrasta con las texturas ásperas y desgastadas de la estructura primitiva.
Fotografía: Derek Swalwell